lunes, 4 de febrero de 2013

SEGUNDOS LARGOS CAMINO INCIERTO.

Lo descubrí un día de verano, aunque no recuerdo muchos detalles sobre ese día. Recuerdo que mis sentidos estaban aturdidos, mi estado físico no podía estar peor, y mi estado anímico simplemente estaba ausente. Pasaba por una mala etapa, tan mala que yo mismo me daba cuenta. La persona que estaba enfrente de mí lloraba sin lágrimas, se quejaba sin ruido, a fin de cuentas era un reflejo.

Pero este reflejo rompía con el silencio y la calma con su inexplicablemente perturbadora estampa. Se trataba de mí, pero al mismo tiempo se trataba de otra persona, de alguien que yo no había elegido ser, pero al mismo tiempo tampoco había elegido no serlo. Fueron segundos, minutos quizás, que nunca pude tocar pero que me han seguido hasta el día de hoy. Y que seguramente me seguirán hasta el último de mis suspiros. No sabía qué era lo que estaba sucediendo, pero estaba sucediendo, e iba a suceder, conmigo o sin mí.

Durante mucho tiempo me distraje ignorándolo, envidiándolo, compadeciéndolo a veces, viendo cómo malgastaba sus días luchando en contra de la ideología de un mundo que ni siquiera entendía, y que para enfrentarlo no tenía otra arma más que otra ideología, igual de equivocada pero, con mejor marketing. A veces discutía con él, la mayor parte del tiempo sólo permanecíamos uno al lado del otro, sin pronunciar una palabra, sin hacer ningún movimiento, para evitar que nuestras actitudes sugirieran algún tema que no queríamos abordar.

Luego llegó el momento en que luchamos contra el amor, en vez de simplemente hacerlo. Despreciaba la situación del resto del mundo, al mismo tiempo que también la envidiaba. Despreciaba a los individuos diferentes a mí, al mismo tiempo que también deseaba ocupar su lugar. Transitamos haciéndonos compañía mutuamente durante años, los cuales parecían extenderse mucho más que lo que realmente duraron.

Luego un día nos encontramos a mitad del camino, volteamos para ver hacia atrás de nosotros, nos encontramos con unas ruinas que, ciertamente eran algo digno de verse, pero que no compensaban el esfuerzo y el tiempo dedicado en esas ruinas comparadas con el resultado final. Una ruina, aunque sea suelo sagrado, no sirve para otra cosa más que para ser una ruina.

El sueño nos vence, y la vaga promesa de un mejor despertar el día de mañana no es suficiente para consolar nuestro espíritu. Lo cual no deja de ser una conceptualización para algo que seguramente no existe, y si existiera, entonces no debería de existir.

Alguna vez escuché que él se refirió al amor como “la maldita rata a la que tienes que esforzarte por no alimentarla para que se muera, y que muchas veces aún así tarda mucho tiempo en morir”. Aún no he podido comprender de qué manera puedo repeler, que esa cosa rara, esa casi abstracción que observa detrás del espejo. Seguramente también se trata de un reflejo.

Nunca he podido superar ese extraño reflejo que me ha acompañado durante toda la vida, y que al mismo tiempo sigo sin conocer absolutamente nada de él.

Yo era muy pequeño, no comprendía muchas cosas, de hecho no comprendía casi nada. Pero solía verle pasar largas horas frente al vidrio sucio de esa puerta de madera con pintura blanca a medio caer, sentado o recostado sobre el piso, tomando las imágenes del exterior, tomando las corrientes de aire, tomando el tiempo e hilándolo finamente y regresando todo eso al mundo, en forma de palabras y de teoría de su vida.

Había algo en su mente que lo obligaba a recriminarse todas las cosas malas ocurridas y por ocurrir. Pero no de manera consciente sino de forma oculta, como los ladrones que se escurren en la fortaleza, amparados por la noche y por la falta de atención en los detalles.

Me sentía mal, sentía rabia, juzgaba de manera acertada que había sido arrojado a la vida con piezas defectuosas, e incluso con piezas faltantes. Y probablemente así fuera, pero todavía peor era que no sabia cómo funcionaban las piezas que de hecho tenía. No sabía cómo se llamaban, no sabía cómo debían ser armadas, y una vez que estuviera armado no sabía cómo apreciar si faltaban piezas, y mucho menos sabía cómo reparar todo esto.

Luego de varias décadas, he aprendido a estar a su lado, no a entenderle, no a aceptarlo del todo, mucho menos a ensamblarlo correctamente. Ésas cosas posiblemente jamás las conoceré. Pero por lo pronto ahora ya puedo estar al lado suyo y, en un buen día, hasta albergar buenos sentimientos respecto a él.

Supongo que eso es a lo que la gente le llama equilibrio.

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