lunes, 3 de abril de 2017

NOSOTROS MISMOS.

Atravesamos el amplio patio de recreo, conscientes de que esa sería una de las últimas veces que pisaríamos ese suelo, rodeado por los edificios de nuestra escuela secundaria.

Mientras caminaba en medio de ese patio, tenía una percepción extraña de mi entorno. Seguramente se debía a todas las imágenes de videojuegos y películas en CGI que inundaban los medios de comunicación, en aquel último año del siglo 20.

Todo el entorno en el que nos encontrábamos en ese momento, me parecía una escenografía virtual, como si estuviera a dentro de un videojuego de Nintendo 64 o Play Station.

Esta sensación que tenía se veía aumentada seguramente, por el hecho de que tanto el patio, como los edificios de salones estaban prácticamente vacíos. Pocas veces habíamos podido ver el patio y los salones de la escuela estando vacíos.

Nos encontrábamos fuera del horario regular de clases y casi parecía que todo nuestro entorno estuviera siendo creado solamente para nosotros. Para Enrique y para mí.

- ¡Eh wey! Chécale que no venga nadie, si no van a creer que andamos panchando los pinches balones.

- Si a huevo, y nos metimos a robar con el uniforme de la secu puesto, pendejo.

Cuando somos jóvenes carecemos de muchas cosas. De dinero, de libertad, de vocabulario. Algunas de esas libertades suelen venir solas, las obtenemos con tan solo seguir cumpliendo años.

Otras libertades en cambio las obtenemos desarrollándonos y superando precisamente nuestras carencias de cuando jóvenes.

Lo bello de aquella época de adolescencia es que sentíamos que nuestra vida podría cambiar al dar la vuelta en cualquier esquina. Teníamos una sensación de que en cualquier momento, una especie de misterioso poder interno, oculto incluso para nosotros mismos, podría liberarse y convertirnos en lo que realmente éramos.

Nos convertiríamos repentinamente en aquello que en esa época  intuíamos que éramos.

Para algunos afortunados esto de verdad  sucede, repentinamente sin que sepamos cuando. Quizás en una tarde cualquiera, en la que te metes a la cancha de secundaria, sacas un balón sin permiso y te pones a jugar basquetbol con tu mejor amigo de toda la secundaria.

- Pinche Enrique siempre fuiste mejor que yo en el básquet. -Le dije, tratando de que mi elogio no sonara como un elogio, precisamente.

- ¿Has visto a Mario?- Me contestó mientras recuperaba la pelota para la siguiente jugada. – Yo así pensaba antes de ese wey. El año pasado, en segundo, yo lo veía y decía: “No mames”. Porque nomas agarraba una pelota y la encestaba.

Pero luego de empezar a practicar y ahora que fuimos al campeonato el mes pasado… pues Mario no juega tan chido como yo pensaba.

Me reí un poco mientras me sentaba en una bardita, que estaba en las orillas de la cancha. En realidad nuestra escuela aún se estaba construyendo, así que la cancha de basquetbol, que también servía para todos los demás deportes posibles, en realidad no se diferenciaba mucho de un terreno descampado.

No sé qué fue lo que interpreto Enrique con mi risa, porque siguió hablando.

-O sea, si la arma “dos dos” el wey. Pero nada más.

Enrique se acercó a mí y se sentó a mi lado.

Desde primero se secundaria Enrique y yo fuimos los mejores amigos. Siempre estábamos juntos él y yo. Desconozco las costumbres de los jóvenes de ahora, pero en aquella época esto no era nada raro. Era muy frecuente que los grupos de amigos fueran de a tres, cuatro, cinco ya eran demasiados.

Imagínense ir en un grupo de a cinco personas para todos lados, parecerían los Power Rangers.

Enrique y yo éramos el grupo de amistad más pequeño posible. Solamente él y yo.

Aunque como les digo no era algo raro, tampoco nos libramos de que los demás nos consideraran “los camotes” el uno del otro. Aunque nunca paso más allá de la “carrilla” razonable, dentro de la secundaria.

- Pinches años se fueron “de pedo”. –Dijo Enrique con tono melancólico. Más bien con el tono más melancólico que se puede obtener con ese vocabulario. Y continuó diciendo: -¿Cuánto hace que nos daba clase la profe Gloria en primero, te acuerdas?

- Como no me voy a acordar de “la chicher” de inglés.

- “La chicher” a huevo.

Como todas las amistades escolares. Enrique y yo nos hicimos amigos, solamente porque nos sentábamos cerca en el salón de clase. Pero con el paso de los días nos dimos cuenta de que vivíamos muy cerca el uno del otro.

Poco a poco, Enrique se volvió mi mejor amigo y también la suerte decidió que nos tocara en el mismo salón durante segundo y tercero de secundaria. Este era el tercer y último año que pasaríamos juntos.

- Dicen que entre más viejo te haces, sientes que la vida pasa más rápido. Lo dijeron en un documental la otra vez. – Agregué, casi de manera automática.

En ese momento estaba más bien recordando las cosas que habíamos pasado en aquellos tres años de secundaria.

- Pos a lo mejor si es cierto, porque acuérdate en el primer año de secu, cuando llegamos. ¿A poco no pensabas: “pinche hueva, voy a estar aquí tres años”? Y las pinches clases se nos hacían eternas. Pero el año pasado, cuando empecé yo dije: “No mames, ya nomás falta un pinche año para acabar y la neta no sé qué pedo”.

- Pos si, por eso uno se la tiene que pasar chido todo lo que pueda. Y hacer todas las pinches mamadas que quieras ahorita, porque al rato dicen que te empinan bien gacho en la prepa y peor en la universidad. Disque te encargan un chingo de tarea y la madre.

- Si es cierto wey, así está mi carnal ahorita en la pinche facultad, se acuesta bien tarde haciendo quien sabe que chingados.

Voltee a mirarlo al mismo tiempo que él hacia lo mismo y nuestras miradas se cruzaron accidentalmente. Instintivamente sonreímos.
- Nos va a cargar el costo, a cada quien por nuestro lado.

La frase de Enrique hizo que los dos riéramos. Aunque lo terrible es que era verdad, a partir del próximo ciclo escolar Enrique tomaría un camino distinto al mío.

Yo optaría por un bachillerato propedéutico y Enrique entraría a un instituto técnico. Solía decirse, en aquellos años, que las personas que optaban por una educación técnica en lugar de una preparatoria simple, en realidad eran los jóvenes que ya sabían a lo que se querían dedicar, que tenían más clara su vida y sus objetivos.

Lo cual es sumamente irónico, si pensamos en los memes que se hacen actualmente en internet, al respecto de este tipo de instituciones.

Nuestro cruce de miradas me hizo sentir mariposas en el estómago. Aunque en honor a la verdad, cuando uno tiene 15 años se la pasa sintiendo mariposas en el estómago todos los días.  Pero si he de continuar “honrando la verdad”, también debo decir que quien más provocaba en mí, esas mariposas, fue Enrique.

Nunca me atreví a  admitirlo. Es verdad que aquellos tiempos eran mucho más abiertos, aun rondaba por el aire, el tufo de la homofóbia de décadas pasadas.

Aun en aquella época, estando en los albores del siglo 21, la homosexualidad y quienes la apoyaban, aun eran minoría.

Además de todo eso, Enrique era solamente mi amigo, pensar cualquier otra cosa era una locura. Y yo tampoco quería arruinar esa amistad. La idea de perder a mis seres cercanos siempre me ha acobardado.

Aunque en realidad eso pasaría, de una manera u otra. Enrique y yo pasaríamos a formar círculos diferentes, a partir del próximo ciclo escolar.

¿Acaso veía en su rostro una sonrisa triste? Hice un gesto repentino con la mano, le quité la pelota y entre de nuevo en la cancha.

- A ver si es cierto que te apañas a Mario, cabrón.

- No mames, está bien que Mario no juegue tan chido pero tampoco es para compararlo contigo.

Enrique intentó quitarme la pelota y en el empujón los dos perdimos el equilibrio.

No caímos, pero en el movimiento brusco ambos quedamos muy cerca del otro, como cuando uno juega al twister.

Enrique estaba encima de mí, era la primera vez que lo tenía tan cerca y pude sentir su respiración en mi cuello.

Sin saber qué hacer, mantuvimos esa posición más tiempo del necesario. Fue un momento tan largo, que se sintió como la más sincera de las confesiones.

- Perdón… -Dijo Enrique, de manera nerviosa. Obviamente.

Empezó a apartarse lentamente, pero mi mano se puso en su espalda y lo detuvo. Hasta el día de hoy sigo preguntándome: ¿Quién fue el que movió mi mano, para detener a Enrique junto a mí?

De lo único que estoy seguro es que no fui yo.

Me habría encantado haber dicho algo. Una frase que hubiera enmarcado ese momento para siempre, en la memoria de nosotros dos. Pero como dije, en aquel entonces nos faltaba el vocabulario. Pero la falta de palabras la sustituíamos con el instinto silvestre, propio de la juventud.

Subí mi mano por su nuca, acaricié su cabello por primera vez y acerqué su rostro al mío para darle, lo que en mi mente era, el mejor beso que había dado hasta ese momento.

Extendí ese beso lo más que pude, no me quería separar de él.

Dicen que los recuerdos se fijan en tu memoria deprendiendo de la carga emocional o la adrenalina que tengas en tu cuerpo, al momento del suceso. Si esto es verdad, seguramente ese beso será uno de los últimos recuerdos que se borren de mi cerebro, cuando el olvido que trae consigo la vejez, se instale en mi cabeza.

Enrique simplemente se dejó llevar por mí.

Cuando el largo primer beso terminó, Enrique me confesó.

-Nunca supe cómo decírtelo… tenía miedo de que tu no sintieras lo mismo y te enojaras…

- Yo también.

En ese momento no sabíamos lo que estábamos haciendo.

Hasta donde sabíamos podría ser malo, podría ser vergonzoso y hasta podría ser pecado. Pero era tan intenso que todas esas ideas perdieron su valor. Algo tan intenso necesariamente es verdadero. Y si algo es verdadero, quizás puede ser incomodo, pero de ninguna manera lo verdadero puede ser malo.

Un poco más tarde, ese mismo día, expresamos nuestra recién confesada atracción de la manera en que mejor pudimos. No me atrevo a afirmar que ese día conocí, junto con Enrique, lo que es el amor.

Éramos demasiado jóvenes como para llamarle amor. Para explorar los entresijos de lo que llaman amor, ya tendríamos suficiente tiempo después.

Ese día solamente nos descubrimos a nosotros mismos.

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